En las ciudades del futuro apenas hay ruidos: coches mudos, ordenadores silenciosos, comunicaciones humanas de auricular a auricular… La clase media y alta, las ciudades modernas, los que manejan el mundo, en definitiva, han logrado evitarlo.
Hemos aprendido a fabricar vehículos eléctricos y solares totalmente silenciosos. Los ordenadores ya no utilizan los molestos ventiladores de refrigeración, y ni siquiera persiste el golpeteo de las teclas al escribir, todo teclados virtuales y flexibles. Ya no elevamos la voz para comunicarnos porque siempre, incluso en el salón de casa, lo hacemos mediante auriculares y micrófonos extra sensibles, con mensajes cortos preprogramados; ya queda poco para regularizar legalmente los mensajes pseudotelepáticos a través de chips implantados en el cerebro que nos conectarán sin necesidad de voz hablada.
La música no ha desaparecido pero, incluso en bares y discotecas, se ha descubierto que es mucho más rentable y divertido que cada uno escuche sus propias playlists precargadas en su sistema de entretenimiento, en lugar de pedir a un DJ humano canciones que nunca pondrá —aunque eso sí, todos los locales disponen de sugerencias que se pueden descargar y sincronizar con el resto de los asistentes, sobre todo en eventos especiales en que se requiere bailar a un mismo ritmo—.
Cualquier sonido de más de 30 decibelios es denunciado a la policía acústica, y, dependiendo del delito, el culpable puede ser condenado a horas o incluso días en la cárcel-feria (música estruendosa, golpes metálicos, gritos…) con que cuentan todas las ciudades. El pobre infeliz escarmentado no suele reincidir ante el temor de repetir tan traumática experiencia.
Los países más pobres, sin embargo, no disponen de recursos para asegurar su propio silencio, así que siguen hablándose a gritos, utilizando ruidosas cafeteras y freidoras pasadas de moda para cocinar, y cantando en la ducha, ¡qué mal gusto! Sus niños siguen jugando en las calles, y todas las familias cuentan con la compañía de un perro ladrador. Los gobiernos de todo el mundo intentan recluir estos reductos arcaicos en los valles más recónditos, al abrigo y protección de las barreras naturales y de poderosas pantallas aislantes, aunque no siempre lo consiguen.
Ahora estoy pasando unos días en el campo, por prescripción médica. Me han recomendado que una vez al año saque los auriculares durante una semana seguida, para dejar que entre el ruido libremente. Parece que mis órganos han empezado a atrofiarse por la falta de las vibraciones que produce el sonido en el cuerpo, aunque no nos demos cuenta de ello. Así que aquí estoy, soportando cacareos de 70 decibelios, tormentas de hasta 110 y hasta el parloteo de la tía Eulalia mientras maneja sus cacerolas. No sé si seré capaz de aguantarlo.