¿Quién no quiere ser estratégico? El adjetivo adorna planes, propuestas, acciones e, incluso, reflexiones de todo tipo. Se utiliza, en el mejor de los casos, como garantía de seriedad y, a veces, como mero reclamo de credibilidad. El riesgo de abusar del término es que, mal utilizado, genera decepción y desconfianza. Aclaremos, por eso, malentendidos.
Ser estratégico consiste en actuar, proponer y planificar de acuerdo con una estrategia. La estrategia es siempre una abstracción, un planteamiento inmaterial y teórico que define el recorrido conceptual entre un problema y una solución. Es una jugada y una apuesta, y por eso implica siempre un riesgo. Si se sienten cien por cien seguros de su estrategia, ¡ojo!, tal vez no están siendo estratégicos.
Una estrategia no es una acción –aún menos una sucesión de acciones- y, por eso, raramente puede explicarse conjugando un verbo (hacer, estar, publicar, conseguir). Tampoco es un resultado. Muchas veces se confunden la estrategia y los objetivos. La estrategia se parece más a un plan, pero no es lo mismo. La estrategia es previa al plan, que se formula y desarrolla a partir de aquella. Podríamos decir que la estrategia es la filosofía que inspira y da coherencia al plan. Es el plan –este sí- el que fija objetivos y contempla acciones y prevé los resultados.
El pensamiento estratégico se asocia comúnmente al mundo militar clásico ya que la guerra ilustra de la manera más plástica esa confrontación de intereses (conflicto) que es el punto de partida de cualquier estrategia. Siguiendo con esa lógica, podemos establecer dos tipos básicos de estrategia: defensivas o de ataque. Estrategias habituales en el ámbito político o empresarial son las de confrontación, división, diferenciación o –una de mis preferidas, por sutil y arriesgada- de negación. A partir de ahí, las posibilidades son infinitas.
A esa abstracción que es el planteamiento estratégico no se llega, sin embargo, por ciencia infusa ni inspiración divina de los gurús. La estrategia resulta de un ejercicio de análisis que permite una comprensión profunda del escenario, de los riesgos y de las ventajas competitivas de cada caso. El análisis, además de conocimientos específicos en función del conflicto (de intereses) de que se trate, requiere una habilidad que raramente se pone en valor pero es imprescindible: la empatía. La empatía es la sensibilidad para profundizar el examen racional y detectar o intuir realidades emocionales que influyen –y mucho- en la explicación de las situaciones, decisiones o comportamientos analizados. Sólo combinando conocimiento y empatía podremos comprender el asunto en toda su complejidad y encontrar, en función del tiempo y de los recursos de que dispongamos, la mejor manera de abordarlo para hacer que todas las piezas encajen.