Una de las máximas que tenemos interiorizadas todos aquellos que nos dedicamos al oficio de comunicar es que debemos tener en cuenta que toda estrategia de comunicación corporativa debe formar parte de un plan definido y coordinado entre muchas áreas diferentes. Debemos saber qué objetivos perseguimos y cómo pretendemos llegar a ellos, algo que requiere de una planificación detallada y anticipación a todo tipo de situaciones que puedan ocurrir.
Si algo hemos aprendido el pasado año es que la improvisación puede ser mala compañía de la comunicación, pues hemos presenciado varias crisis de comunicación que nos graban a fuego una lección muy valiosa: Nunca, nunca, NUNCA dejes a la improvisación lo que podrías haber controlado desde un primer momento. Una crisis, bien gestionada, puede ser una oportunidad única de salir reforzados y posicionar nuestra marca correctamente. Así que, llegado el momento, hagámoslo bien y saquémosle beneficio al “desastre”.
El cliente no sólo sabe lo que quiere y es cada día más exigente, sino que tiene vías adicionales a la nuestra para informarse y muchas más opciones en el mercado por las que abandonarnos. No se creerá todo lo que le decimos si no le damos razones de peso que pueda contrastar y, por supuesto, no admitirá contradicciones en nuestro discurso. Así que cuidado.
La agilidad y transparencia en la respuesta, admitir el error y pedir perdón cuando toque, así como definir un alto cargo creíble para explicar lo sucedido, pueden marcar la diferencia en una crisis de comunicación. El engagement con nuestros públicos es fundamental en este sentido. Debemos comunicar para enganchar, para crear un vínculo y, de esta forma, construir una unión inseparable con nuestros clientes. Al fin y al cabo, un “matrimonio” feliz, provechoso y satisfactorio para ambos sólo puede fundamentarse en la base de toda relación: la pura confianza.